Suma de oscuros

14.06.2019 – 31.08.2020

Su obra reciente es la consulta que Gustavo Pérez Monzón hace a los antiguos signos, o la tirada que arroja una lectura de su presente. Las abstracciones de la galería Cibrián prolongan el relato comenzado hace más de tres décadas, son parte de la misma obra en progreso. Esta obra es timeball, el juego del tiempo, o el Teatro del Mundo una vez que la realidad es sublimada y reducida a un mazo de arcanos y pictogramas.

Gustavo baraja sus propios símbolos y se sitúa en ambos extremos del tablero, como inquisidor y adivino. Que el diálogo secreto conduzca a la obra de arte es el problema que ocupó al artista desde el inicio de su carrera: la elaboración de la primera materia, llámese óleo, pigmento, polvo de proyección o hyle. El mensaje de esta obra no cae nunca más allá de sus medios. Como en los estudios de Manzanos en flor, de Piet Mondrian, subyace aquí una objetividad condensada en un mínimo común. La operación requiere sucesivos fogueos, cocciones y cohobaciones que el espectador distinguirá si sabe dónde mirar. Cada conformación espacial –cada cuadro o celda– es otra estación de donde fue desterrado el todo para que hablen las partes. Lo que se persigue en cada parcela es la forma de la presencia, la expresión de alguna teoría final.

Maurice Blanchot, glosando a Mallarmé, concluye que «en el lenguaje auténtico, el habla no tiene solamente una función representativa, sino destructiva. Ella hace desaparecer: convierte el objeto en ausencia, lo aniquila». Este dicho simbolista podría servir de exergo a las piezas expuestas en la Galería Cibrián.

Tras un largo rodeo, el arte de GPM arriba al sensualismo. La numerología de la primera época se transforma en platonismo, y la abstracción regresa como remezcla de un engañoso Jugendstil. Hay una exactitud derivada de los excesos del barroco y una imaginería que es el efecto colateral del adorno. Por fin el lenguaje de GPM escapa del influjo de Stella o Sol LeWitt, aquellos viejos astros que había orbitado.

Después de la dispersión de las divisiones, los hilos son bordados, visibles únicamente en el trabajo de aguja: son un proceso. Se opera un salto de estado que pasa por la rueca. Es el mismo principio de Vilos (una obra de 1981 reconstruida en 2015 para Fontanals-Cisneros), pero ahora la construcción se repliega al plano bidimensional. Alguna vez pintó en la corriente de un río, valiéndose de un grupo de niños: Gustavo se vale ahora de las bordadoras de Tenango de Doria, en la Sierra de Hidalgo, y de una antigua tradición artesanal.

Si Vilos es un freestanding –una instalación escultórica–, los bordados dibujan con madejas una figura estática contra un delicado retruécano. Las piezas son, a un tiempo, caligramas y bibelots: pertenecen al museo de arte y al tianguis de la plaza. Su sofisticación es estrictamente folclórica, amparada en mil años de práctica y no en los caprichos de una corriente estética. Su alto sentido práctico y su contrasentido metafísico son indistinguibles. Gustavo ha arribado a una síntesis.

Nestor Díaz de Villegas.

+ Ver más

Suscríbete a nuestra newsletter